Inversiones en el sector agrícola

Introducción

Con una población mundial estimada en 9.600 millones de personas para el año 20501, la creciente preocupación por el cambio climático y la desaceleración económica a nivel global, la industria agrícola enfrenta, en este contexto, grandes desafíos en tres frentes principales: la producción de alimentos para satisfacer una demanda creciente impulsada por el aumento poblacional, la producción de materias primas para el desarrollo del incipiente (y exigente) mercado de la bioenergía, y la necesidad de contribuir con el crecimiento económico de los países en vías de desarrollo que, actualmente, son los que presentan mayores tasas de crecimiento poblacional, al tiempo que, históricamente, han configurado economías altamente dependientes de la producción agrícola debido a las ventajas comparativas que les proveen los recursos naturales.

En este contexto mundial, Argentina se posiciona como uno de los países con mejores perspectivas de inversión y desarrollo en lo referente a la industria agrícola. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), Argentina ocupa el cuarto lugar en el ránking de países con mayor superficie de tierra cultivable en 2015, con casi una hectárea per capita2, al tiempo que se ubica como un importante productor de cultivos a nivel global (principalmente, de maíz3). Además, el territorio argentino cuenta con buena capacidad de fotosíntesis durante todo el año, una característica que, impulsada por un desarrollo tecnológico bien aplicado, podría producir alimentos suficientes para 440 millones de personas4. En consecuencia, generar las condiciones propicias para la inversión en este sector constituye la piedra angular para apuntalar las ventajas competitivas naturales del país, más aun cuando la actividad agrícola conforma uno de los pilares dentro de las políticas adoptadas recientemente por el Gobierno Nacional; entre las cuales pueden destacarse la eliminación de los aranceles (retenciones) a la exportación de trigo, girasol y maíz, o la reducción en 5 puntos del gravamen a la soja, que pasó del 35% al 30%, y la intención de seguir ese camino hasta su eliminación en un período de 7 años (es decir, bajando 5 puntos por año).

Como resultado de estas medidas, la producción agrícola está retomando de a poco su rol como actividad central dentro del entramado productivo nacional, y las estadísticas de producción y exportación de los últimos dos años así lo corroboran. Si bien los datos del Ministerio de Agroindustria de la Nación (MINAGRI) revelan que, durante el período 2015-2016, existió un leve descenso en la producción de algunos cultivos (como, por ejemplo, la soja), su productividad (o rinde, medido como la cantidad de producto –granos- por hectárea sembrada) se ha mantenido en valores similares o, incluso, incrementado.

Este suceso puede explicarse por un efecto que es inercial a la actividad agrícola, es decir, por el rezago que existe entre el anuncio de las medidas económicas citadas y su impacto efectivo en la producción, más aun teniendo en cuenta el tiempo que necesitan los productores para repensar sus planes de siembra y rotación. Por esta razón, el rédito de las medidas de fomento a la producción agrícola solo puede comenzar a observarse con posterioridad al período citado. En ese sentido, la cosecha 2016-2017 comenzó a mostrar un cambio importante en la tendencia, apoyado principalmente en los resultados observados en la producción de maíz y trigo. En efecto, mientras la producción de maíz trepó casi un 20% respecto de la cosecha anterior, superando los 47 millones de toneladas, el trigo alcanzó el récord histórico de 18 millones de toneladas, lo que representa un 63% de incremento en relación a lo producido en 2016. No obstante, la soja disminuyó su producción total en un 3%, acumulando 57 millones de toneladas durante la campaña 2016/2017.

De este modo, resulta interesante observar que, eliminadas las retenciones a la exportación de trigo y maíz, la superficie sembrada de este tipo de granos aumentó considerablemente (casi 2000 hectáreas más que en la campaña anterior para el primero, y algo más de 1000 hectáreas adicionales para el segundo), al tiempo que la soja, aún percibiendo una baja significativa en las retenciones a sus exportaciones, vio disminuida la extensión de tierra dedicada a su cultivo, con alrededor de 1730 hectáreas menos respecto a la siembra de 2015.

Como resulta lógico, los efectos del fomento a esta actividad también se están viendo en las cifras del comercio internacional. La balanza comercial argentina, que terminó el 2015 con un déficit de alrededor de US$ 3000 millones (en gran parte debido a la caída del precio de las commodities y a un contexto internacional desfavorable para los alimentos), cerró el 2016 con un superávit cercano a los US$ 2100 millones y con exportaciones totales que superaron los US$ 57.600 millones (es decir, un 1,5% por encima de la cifra de 2015). En lo que respecta a la actividad agrícola, las estadísticas de comercio del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) muestran que ésta contribuyó directamente con el 25% de las exportaciones totales (productos primarios) de 2016, en tanto que las MOA5 lo hicieron en un 40%. No obstante, si bien existió una mejora sustancial entre 2015 y 2016 en esta importante variable, los especialistas aseguran que, para alcanzar un desarrollo sostenible, se necesitaría un superávit cercano a los US$ 12.000 millones6, lo que deja entrever los muchos aspectos a mejorar, principalmente en materia de inversiones y productividad.

En ese sentido, según la Bolsa de Cereales de Buenos Aires7, la adopción de diferentes niveles tecnológicos8 aplicados a cultivos como el trigo en la campaña 2016-2017 presenta una tendencia creciente en Argentina, lo que significa un incremento sensible en materia de inversión agrícola. Si bien el nivel tecnológico medio es el más representativo para los cultivos nacionales, esto puede atribuirse a que muchos productores, que aún se manejaban en niveles bajos (principalmente por aplicar una cantidad menor de fertilizantes, por cierta merma en el sistema de siembra directa y un mayor uso de herbicidas para contrarrestar ineficiencias en el control de malezas), pudieron mejorar recientemente su demanda de insumos y técnicas de siembra. Además, durante la campaña mencionada, se duplicó la representatividad del nivel tecnológico alto, que alcanzó un 35% del total de tecnologías aplicadas, quebrando así una tendencia negativa que se arrastraba desde la campaña 2011-2012, cuando la producción solo pudo alcanzar las 91 millones de toneladas. Como resulta lógico, este cambio de tendencia en la inversión en tecnologías aplicadas al agro contribuyó de manera significativa al crecimiento de la producción agrícola nacional, que, en términos relativos a la campaña 2011- 2012, experimentó un impulso del 37% en la cosecha 2015-2016 (de unas 125 millones de toneladas); cifra que, además, ha mostrado un significativo incremento en la cosecha 2016-2017 (para alcanzar un estimado de 137 millones de toneladas)9, principalmente gracias al crecimiento observado en la producción de trigo y maíz.

El presente trabajo tiene por objeto trazar un recorrido por tres de las principales alternativas de inversión relacionadas con la actividad agrícola y su impacto en la productividad de la misma. Estas son la demanda de fertilizantes, la demanda de maquinaria y, finalmente, la infraestructura. De esta manera, se busca mostrar cuál es la situación actual y las perspectivas de inversión en estas fuentes y ofrecer, al final del documento, algunas consideraciones relacionadas a éstas.

Fuente: KPMG

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